Fue el preciso momento en el que me di cuenta de que no podía asumir mis deudas. Llevaba ya varios meses barruntando que mi economía no iba bien. Seguía trabajando y con un sueldo medio. Pero debía hacer uso de tarjetas revolving y créditos para poder pagar las deudas mes a mes, y poder seguir viviendo. Pero no me atrevía a revisar las cuentas, porque sabía que la situación era muy crítica.
Era como la espada de Damocles, un peso que llevaba conmigo a todas partes, y que en muchas ocasiones me cambiaba el humor, o incluso evitaba reuniones sociales porque me sentía muy bajo de moral. Cuando tienes una deuda que no puedes pagar, no solamente afecta a la economía de uno en su día a día, sino que también provoca insomnio, depresión, tristeza, culpabilidad… Por esta razón, con estas líneas, espero que muchos de vosotros que me estáis leyendo pongáis remedio lo antes posible si os encontráis en mí misma situación.
Pero ¿cómo pude llegar hasta aquí? Todo comenzó unos años atrás, o incluso podría decir en mi infancia. Cuando era pequeño, toda moneda que caía en mis manos era gastada con la mayor celeridad que me permitían mis pequeños pasos. Que si comprar chucherías. O ir al quiosco para comprar una revista. O un helado. O un playmobil. Comprar era la palabra clave que asociaba a las monedas que caían en mis manos. Mientras mi hermano ahorraba, yo gastaba. Y nunca tenía dinero ahorrado. De aquellos barros estos lodos, dice el refrán. Y así es. Siempre tuve el desenfreno de gastar, y malgastar, todo el dinero que me daban mis familiares.
Dice mi madre que soy como una de mis tías que era una manirrota, que en paz descanse, porque no tenía freno y utilizaba el dinero sin darle ninguna importancia. Ese fue exactamente mi problema, que para mí el dinero era poder celebrar momentos y capturar la felicidad: la mía, la de mis amigos, la de mi familia. Si un amigo quería un ordenador, yo me ofrecía a comprárselo. ¿Copas? Yo pago esta ronda. ¿Vamos de viaje? Vayamos a un buen hotel y yo te ayudo en el pago de la factura.
Por eso puedo decir, en mi defensa, que nunca di importancia al dinero. Para mí, era una forma de relacionarme con el entorno. Obtener juguetes con los que jugar con mis amigos. Invitarles a unas chuches. El ahorro no me ofrecía ningún beneficio, solamente el poder utilizar el dinero para vivir experiencias gratificantes. Aún hoy, no quiero recordar todo el dinero que gasté en objetos inútiles. Porque en estos momentos no poseo grandes cantidades de ropa en el armario; o un coche; o un piso. En realidad, no soy propietario de nada. Ni de la moto que utilizo porque que es de renting. Entonces, ¿cómo es posible que se diluyera el dinero que ganaba, de forma casi instantánea?
Todo se aceleró en 2014, cuando conocí a una persona y fui rechazado en el amor. Mis amigos tampoco ayudaron, puesto que vivía una vida por encima de mis posibilidades, y yo les quería seguir. Los gastos en ocio se multiplicaron. Por el
camino, no me olvidé de estudiar. Gastos en clases de inglés, francés, dos masters de social media… todo iba sumando. Compras para mis padres, regalos por aquí y por allá.
Cuando llega el momento crítico de saber que uno no puede pagar sus deudas, no se produce de un día para otro. Imaginaros el agua que lleva barro y sedimentos. Con el paso de los años, se han depositado toneladas, pero no te das cuenta hasta que sucede una tragedia. Y así fue. En las Navidades de 2017, me rompí la tibia y el peroné, y concretamente el mismo día de Navidad. Tuve que hacer reposo en casa por tres meses seguidos. Y, claro, con tanto tiempo disponible fue cuando al fin decidí revisar mis cuentas.
La ansiedad que sentí a lo largo de muchos días es indescriptible. No sabía qué hacer. Cada mes debía pagar una cantidad en créditos superior a mi nómina. Miré y remiré. Debía unos 60.000 euros. En ese momento, debí buscar ayuda profesional. Pero estaba tan asustado, que decidí solucionarlo por mí mismo. Es decir, pidiendo nuevos créditos para pagar la deuda, y así poder equilibrar las finanzas. No quería hablar con mis padres o mi familia. Solo pensaba en poder solucionarlo solo.
Fue una mala decisión, ya que en 2019 la situación fue ya muy crítica. Los bancos me seguían ofreciendo créditos de fácil concesión. En sus apps o en cajeros, con un simple botón, te daban 15.000 euros más. O las tarjetas, ya colapsadas por falta de dinero, me ampliaban el límite. ¿Cómo era posible? ¿No conocían mi situación financiera?
Y yo seguía pensando que mi estrategia iba a funcionar. Me trasladé a Madrid por trabajo, ya que mi empresa me requería en la oficina central. Me pagaban el piso, por lo que, aunque mi situación fuera crítica, podía mantenerme con mis triquiñuelas. Pero cuando ya casi llevaba un año en Madrid, decidí que esto no podía seguir así.
Posiblemente, el vivir solo y que hubiera nacido mi sobrina me hizo reflexionar y ver que mi estrategia había sido fallida y que debía poner punto final a un problema que se alargaba por varios años. En julio de 2019 contacté con un abogado experto en la Ley de Segunda Oportunidad y, gracias a él, conocí a un mediador concursal con el que enseguida conecté muy bien. Me han pedido que no de nombres, así que me referiré a él como “Ángel”, que como el personaje mitológico del Ángel custodio, me ha ayudado y protegido a lo largo de todo este largo recorrido.
Revisé con ellos mis finanzas y las pusimos en orden. Planteamos un acuerdo de pagos realista según mi sueldo, con una quita del 30%. Y gracias a su buen quehacer, los acreedores se sumaron al acuerdo y pude empezar a vivir de nuevo sin el peso que tenía antes con una deuda inasumible.
El año 2019, lo recuerdo como positivo porque encontré la ayuda profesional que necesitaba y, al vivir ya solo, entendí que el dinero hay que cuidarlo y mantenerlo para las ocasiones en que lo necesitamos. Desde que empecé a cumplir el acuerdo
extrajudicial de pagos, controlo mucho más mis finanzas. Todavía no he aprendido a llevar las cuentas como debería, pero sí que he hecho muchos progresos. Fue el año en el que renové mis amistades, que entendí que no me beneficiaban en nada por impulsarme a gastar de forma desmedida. Conté con mis padres para que revisaran mis cuentas. Y empecé a obtener ingresos extras para pagar la cuota de la deuda, que en cinco años vence.
Creo que todavía debo dedicar unos días a pensar en soledad cómo ha cambiado mi vida y que, por fin, actué correctamente al rodearme de expertos que me ayudaran a superar el bache económico. Desde entonces, decidí que trabajaría lo que hiciera falta para cumplir con el acuerdo y, sobre todo, que mis padres pudieran sentirse orgullosos
de mí por mis logros profesionales, sin que las finanzas lo enturbian.
EWotOYhd
rEXjPJHbsh